El reloj de Ca la Xiqueta

En Ca la Xiqueta, una casa de pueblo en pleno Ripollés catalán, mi abuela Roser ha pasado prácticamente todos los veranos de su vida. Una de sus pocas aficiones es el coleccionismo de relojes baratos, que distribuye más o menos aleatoriamente por estanterías, paredes, mesas y mesillas. Pero la mayoría de sus relojes no funcionan. Se han ido apagando poco a poco, sus manecillas abiertas en todo tipo de ángulos extravagantes, marcando horas ficticias de días que no volverán.

No muy lejos de su casa fue por donde, en febrero de 1939, tuvo que cruzar hacia Francia, parte de una marea humana que arrastró a medio millón de españoles hacia un exilio forzoso. Me habló del campo de Argelès Sur Mer, y de los ocho largos meses que pasó allí, compartiendo nueve metros cuadrados con otras ocho personas, las maletas colgadas de las vigas del techo, sus vidas en suspenso en una playa al sur de Francia. Tuvo suerte de no formar parte de la primera oleada de emigrantes que llegó a Argelès, cuyos hombres montaban los barracones mientras las mujeres dormían en la húmeda arena.
Pasaban los días sin nada que hacer, custodiados por soldados senegaleses que debían ocuparse de que nadie abandonara aquel campo provisional, como le llamaban los franceses. En aquel invierno del 39, si el gélido viento que barría el litoral no les dejaba salir del barracón, pasaban el día matando pulgas. De ahí, según ella, viene la idea de llamar al dedo gordo el pulgar.

Luego, en mayo de 1940, pudo irse con sus padres a Toulouse, donde pasaron tres años, los últimos bajo dominio alemán, trabajando para la Asociación Católica de Ayuda a los Refugiados por las mañanas y con los cuáqueros americanos -una secta benevolente, precursora de lo que ahora llamaríamos ONG- por las tardes. Tres años más tarde, en mayo del 43, mi abuela y sus padres decidieron que era complicado que la España franquista fuese mucho peor que la Francia ocupada, y emprendieron el camino a casa. Muchos otros jamás regresarían.

Le hemos comprado un reloj nuevo a Roser. De esfera grande y clara, para que pueda leerlo sin mucho esfuerzo. Nos pidió que le ajustásemos la alarma a las ocho en punto. Aún no se pone el sol en Ca la Xiqueta.

1 comentarios:

YK said...

¡Que bonito, Adri!. Lástima que Roser no pueda leerlo. Se lo podemos leer en voz muy alta o ¿necesitaremos recurrir a la transmisión radiofónica? No sé pero seguro que le gustaría MUCHO saber que tú has escrito esto.