
Los que me conocen hace más tiempo intuyen ahora de qué voy a hablar.
Mi prima María tiene un talento excepcional. La mayoría de la gente hace algunas cosas bien, otras regular, y otras mal. María es una bailarina excepcional, la mejor.
En su caso, le educaron el oído desde bien pequeña -con tres años se recorría el pasillo del auditorio nacional moviendo los brazos como si dirigiese la orquesta-, y ella decidió desde niña que lo suyo era la danza. Mucho sudor, muchas puntas gastadas y muchos metros de venda después, María hizo su debut en el teatro Arriaga de Bilbao en 1988.
Mientras se acumulaban los premios, los halagos, el dinero y la fama, María pasaba su juventud metida en una burbuja de jabón, la misma en la que viven muchos deportistas, bailarines y cantantes al principio de su carrera. En lugar de ir a clase, al cine y tomarse algo con los amigos, María se pasó años y años encerrada con un grupo de bailarines (con sus correspondientes egos y envidias, una especie de Gran Hermano interminable), de teatro en teatro, de ciudad en ciudad, con el tutú en la maleta.
En nuestra familia, María era tratada de manera distinta a los demás, y no había una gran actuación suya en la que no estuviera alguno de nosotros entre el público, y su camerino lleno de flores. Pero valía la pena ir a verla bailar. La diferencia entre ella y las demás era salvaje; llegaba un punto que no se sabía si ella seguía la música, o la música a ella.
Bailó muchas obras -El Quijote, Cascanueces, El lago de los cisnes y un larguísimo etcétera- pero yo me quedo con su Giselle. Tuve la suerte de presenciar aquel espectáculo muchas veces, y todavía hoy, si pongo la música de Giselle y cierro los ojos, puedo verla vestida de blanco, bajo los focos, recorriendo el escenario en puntas. De hecho, no me equivoco si digo que por lo menos tres o cuatro mediavillas además de mí nos aprendimos y nos seguimos sabiendo hoy la coreografía de Giselle a base de disfrutarla con María. Y sí, se me siguen poniendo los pelos de punta al escuchar las partes en las que ella hacía un solo.
Siempre he pensado que el problema de María es que su sitio era el escenario, y el público su verdadera familia. Por eso, cuando el telón se bajaba, era como cuando Campanilla se ponía mustia y se apagaba. Y también por eso, cuando su carrera sobre el escenario se acabó, tuvo que aprender a vivir en un mundo extraño, al que no estaba acostumbrada.
En fin, que estas líneas sirvan como agradecimiento a mi prima María, por todos los pelos que nos puso como escarpias, todos los aplausos que nos arrancó y todo lo orgullosos que nos hizo sentir. Mucha mierda, bailarina.
1 comentarios:
El final de la historia es triste, muy triste. Tanto que, hoy al leer este post y recordar, no he podido contener las lágrimas. A más de un mediavilla (o de las Heras) le pasaría lo mismo.
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