Siendo un consumidor compulsivo como soy de cine, rara es la película que escapa a mi radar antes de que la gente oiga hablar de ella. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, hay películas -máximo dos al año- que descubro tarde, voy a ver sin apenas referencias, y encima me acaban gustando. A bote pronto, podría citar a 300, Taken, El concierto y poco más en los últimos años.
Kick-Ass se ha colado por méritos propios en este grupeto de películas que me dejan pegado a la butaca.
Y es que Kick-Ass es diferente. En una época de hipocresía moral paroxística, en la que Jack Bauer no puede decir fuck y en cambio triunfa por todo lo alto una web que enchufa tu webcam a la de un tipo aleatorio que probablemente te enseñe el rabo, Kick-Ass es un soplo de aire fresco frente a todas las películas de Hollywood cortadas por el mismo patrón de corrección política y minimización del riesgo comercial. El director de la historia es Matthew Vaughn, que empezó su carrera como productor de Guy Ritchie, y tras conocer al autor del cómic original Kick-Ass, intentó venderle el proyecto a todas las majors americanas. Ninguna lo quiso, así que Vaughn se lió la manta a la cabeza, consiguió que Brad Pitt y otros cuantos pusieran pasta, y rodó la peli a lo bruto. Y digo a lo bruto, porque en EEUU le han dado una R, que sobre el papel significa que los menores de 17 tienen que ir acompañados de un adulto, y en la práctica significa "chavales venid a ver Kick-Ass (literalmente, "pateaculos"), que tiene que molar fijo".

En fin, y perdón por la broma fácil, el culo que resulta pateado en este caso es el de la industria americana, acostumbrada a alimentarnos con recetas precocinadas, tan sanas que al final no saben a nada.
Y además, ni en los 60 los niños que veían a John Wayne ajusticiaban a continuación a sus padres, ni en los ochenta nos tirábamos por la ventana con una capa roja, ni ahora nadie se va a vestir de superhéroe y va a salir a la calle a repartir mamporros. Salvo los griegos, claro.
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