
Ya me pasó la primera vez que estuve allí, y en esta visita lo he vuelto a notar: Bretaña es como el norte de España, un sitio donde el verde de los campos contrasta con el azul del mar, el sol cede su sitio a la lluvia en el momento menos pensado, y las gentes hablan sin hablar. Lo que os digo, como estar en mi querida Cantabria.

El pueblecito en el que estuve, l'Aber'wrach -nunca te fíes de un pueblo con dos apóstrofes en el nombre-, era un típico pueblo de pescadores que en invierno tiene el encanto de la desolación. Ahí aproveché para sacar alguna foto que no está mal.
Me dio tiempo a ir a Brest (seno, en inglés), ciudad planchada con almidón por los aliados durante la II Guerra Mundial, que tiene como mayor atractivo la fortaleza que vigila la entrada del puerto y protege la base de submarinos más importante de Francia. Allí me planté para encontrarme con un cartel que, con muy buenas palabras eso sí, explicaba que la temporada turística iba de mayo a octubre y que me podía ir yendo un poco lo que es a la mierda.
Cabreado como una mona, enfilé para mi opción dos, Quimper, pueblecito medieval con una de las catedrales más bonitas de Francia. Muy parecido a Chester, aquel pueblecito al lado de Liverpool en el que los Mediavillas -sector Sardinero- estuvimos hace algunos años.
De Quimper, que es muy bonito pero se ve en una hora -crèpe entre medias incluido- me fui hasta la pointe de St Mathieu, extremo más occidental de lo que ellos llaman también Finisterre, solo que éste sin rianxeira ni tarta de Santiago.
En definitiva, región muy recomendable para pasar unos días y descubrir otra de las múltiples caras del país de los francos.
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