Roser

Roser Ferrán Gayet es una persona especial.
Catalana de 1915, la Guerra Civil Española le impidió hacer estudios de química, que es lo que ella quería. En su lugar, tuvo que quedarse trabajando en Barcelona, mientras sus padres se iban a Sant Pau de Segúries, a salvo de los bombardeos franquistas, que obligaban a Roser a dormir entre dos colchones, por si se venía el techo abajo.


Después vino la derrota republicana y, como para otros muchos catalanes, el exilio. Cruzó los Pirineos, y el gobierno francés la envió, junto a otros 100.000 españoles (una quinta parte del total de exiliados), al campo de concentración de Argelès sur Mer, en el sur del país.

Unos años más tarde, conoció a Julián Ruiz Aranda, un empresario español huido de su Aragón natal como polizonte en un carguero -ésa me temo que es otra historia-, un personaje que hacía fortuna de las maneras más insospechadas. Como la propia Roser dice, un día vivían en un palacio, y al siguiente no tenían para comer.

De su matrimonio nacieron dos hijos, y la familia se trasladó a vivir a la Plaza de Oriente 3, en Madrid.

En 1975, su marido se muere y Roser, con un hijo en la universidad y el otro en el instituto, expieza a buscar trabajo -falseando su edad verdadera- hasta que encuentra uno de secretaria en la Philips.
Un nuevo revés, pero ella se mantiene optimista. Como ella dice "las dos mejores etapas de mi vida son desde que se murió mi padre hasta que me casé, y desde que se murió mi marido hasta hoy".


Los últimos veinte años han sido de más calma para Roser, acompañada de sus múltiples mascotas, desde la pérfida siamesa Lucrecia hasta el actual Miumiu, pasando por el canario Peter o la perra Norma.
En 1999, si no me recuerdo mal, se lió la manta a la cabeza y decidió irse -pago a plazos al Corte Inglés mediante y para susto mayúsculo de familiares y allegados- a conocer Constantinopla.


El otro día cumplió 93 años. Y ahí sigue frente al Palacio Real de Madrid,
vestida de colores estridentes, viendo la RAI por las tardes, leyendo la Vanguardia, yéndose a pasar el verano a Sant Pau -donde hace no mucho fue pregonera de fiestas- y repartiendo joie de vivre allá por donde pasa.

A por los 94, Roser. Muchas gracias por las enseñanzas, abuela.

1 comentarios:

Anonymous said...

!Está güapísima!Pagaría por oir sus comentarios.Te pondrá por las nubes, y los de tu madre ya te los contaré.Un detallazo por tu parte. Abrazos